Bitácora/Vita-cora

Invasión 1: Abril 17, 2010, 22:50

Según Baizabal

La lluvia inaugura la tarde. Esa isla, ese aislamiento humano llamado Angelópolis está condenado a la muerte intelectual: una pareja con la mente en los comercios o quizá con el hartazgo a priori e inconsciente; mujeres hermosas con lanzallamas en los ojos y el pretexto clásico de esta clase: "tenemos prisa"; remata el de seguridad haciéndonos saber que necesitamos un permiso, aunque no tiene ni la menor idea de lo que hacemos. Los dejamos con toda su rutina mediocre de clase media alta. La invasión pide a gritos que vayamos con humanos, no con autómatas: el Paseo Bravo. Es la caída de la tarde, no está tan poblado como entre semana y es casi perfecto. Aquí sí hay gente, hay respuestas, hay miradas, muecas. Quizá también máscaras. Pero humanas. "No somos literatos" dice un señor bastante ameno. Increíble que en la primera invasión nos encontremos frente a frente con la realidad que vamos a atacar: la poesía no es sólo del literato. Ya empezamos.



Post scriptum: Siempre tienen prisa.


Según Serpe Cruz

Entramos anticuados al lugar novedoso saturado de moda. No lo negaré, llevaba la esperanza puesta de corbata. Rebuscamos un poco por los pasillos llenos de cuerpos enmodesidos. Detuvimos uno de dos cabezas, dos pares de piernas, novios como protegiéndose de los otros, como soñando juntos vitrinas y marcas. Baizabal nos presentó, leyó un poema de amor y yo les leí a Lizalde: “Debe el amor vencer...”. La corbata comenzó a apretarme o se holgaba ya no sé. Sus ojos huecos miraban algo que no eramos nosotros, tal vez un páramo de vitrinas plasmadas en sus corneas. Hicimos algunas preguntas: ¿les agradaron los poemas, sintieron algo? Pero las esquivaron con una sonrisa compartida en la cual colgaba el tedio crónico. Un hasta luego turco, otra sonrisa derretido de los novios.

Seguimos buscando. Vimos tres mujeres es espera de algo, desesperadas en busqueda. Ahora fui yo, Serpe Cruz, quien nos introdujo. Las mujeres descompusieron sus rostros solo al escuchar la palabra poesía, como si una paloma con las viseras enrolladas en las patas se les estrellara en el rostro. Sus ojos se les escaparon. Se enrollaron en sí mismas, puercoespines. Espalda contra espalda formaron una falange. Sólo esperábamos su respuesta, una simple palabra: o no. Pero ya hace tiempo perdieron su capacidad de hablarle a otro ser humano cualquiera. El escuchar poesía, el sólo hecho de imaginarla las hacía temblar, pequeñas niñas ante el enorme falo del Coco. Qué rostros tan enmierdesidos de miedo tendrían, qué gritos tan desgarradores habrán dado con los ojos, con cuánta desesperación habrán pedido en calibra 45 de sus guaruras, o el ladrido de sus machos para una pregunta: ¿Nos permitirían leerles un poema? Esa pregunta, a sus oídos acostumbrados a escuchar afirmaciones vasallas, era una 38 smith and wesson special, un respetuoso asalto poético. Mujeres histéricas, cascarones humanos, reconozco su capacidad de atraer heroicos policías contra dos turcos armados únicamente con poemas, poemas que no entenderían aún si les pagaran por ello, como les pagan sus dueños por entender absolutamente nada.

Respetuosamente nos sacó el policía del no-lugar, al cual la poesía no puede entrar sin permiso y sí con un costoso precio en dolares o con la marca tatuada de una transnacional. Tal vez una Macpoesía, una Dolce Poesía Gabbana bien se vendería, pero gratuitamente, para ellos, la poesía no lo es, no tiene valor. Qué puede importarles la poesía a las almas desiertas, sembradas de bastos créditos bancarios. Las personas en los no-lugares son las más solas y abandonadas en sí, de sí y de la palabra.

En la calle, la corbata me asfixiaba o ya no la sentía. Pero aun quedaba ésta, el lugar de todos y de nadie. Lugar de putas, narcos, millonarios, pobres, asesinos, violadores, pedófilos, santos, sacerdotes, todos mezclándose, todos sin nivel ni marcas, todos siendo personas, aisladas, perdidas de los otros, pero intentando o aparentando ser personas.

Y leímos poesía. Algunos dijeron sí, otros no, sin miedo, con desconfianza, sin esperar nada o esperando una venta un intercambio. Una mujer me dijo a cambio de qué me vas a decir el poema, a cambio de escucharme, dije, y me escuchó y el poema le pinto una sonrisa sin pesadez y dio color a mi corbata.

En los suntuosos no-lugares la gente no siente, no lo necesita para comprar. En la calle siente porque necesitan de la intuición para salvarse. Y sienten desaliento, amor y muerte, desamor y soledad, ausencia y vacío, sienten las miradas y los pasos, sienten y son animales a la defensiva de algo incierto y posible.

La mujer del puesto en el paseo Bravo, con los años abultandose en sus carnes, morena de cansancio, aceptó enojada escuchar un poema. Leí uno Del dolor de Benedetti y lo entendió y su enojo se hizo una sonrisa. Dije gracias, hasta luego, ella contestó, no, gracias a usted. Entonces lo supe. Debe regresar primero la poesía a la calle que anda a las personas, la calle rica en fauna urbana, calle donde duermen los policías e indigentes, siempre calle de los juglares, calle a la cual regresa la poesía Ítaca de Ulises. Poesía abandona los escritorios, libros, universidades, eruditos y poetas, poesía nómada, poesía que irrumpe en la cotidianidad de la ciudad. Poesía callejera, liberada, me ajustas perfectamente la corbata.


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